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El llanto que nadie quiso escuchar

“El llanto que nadie quiso escuchar”

El bebé lloraba todos los días.
No era un llanto normal, de hambre o de sueño. Era un llanto roto, débil, como si algo dentro de su pequeño cuerpo pidiera auxilio sin entender cómo hacerlo.

Se llamaba Lía. Tenía apenas seis meses de vida.

Su madre, Marina, decía que era cólico.
Su padre, Esteban, pensaba que era solo una etapa.

Pero los días pasaban… y Lía empeoraba.

Cada mañana amanecía con el cuerpo más agotado. Perdía peso, su piel cambiaba de color, sus ojos, antes vivos, se volvían opacos. A veces su respiración se hacía tan lenta que Marina la sacudía con desesperación para asegurarse de que aún seguía viva.

—Es normal —repetía ella—. Los bebés pasan por eso.

Pero no era normal.

Las noches eran las peores.

El llanto de Lía se escuchaba por todo el apartamento. Las paredes eran delgadas, y más de una vez los vecinos pensaron en llamar a servicios sociales… pero al final nadie lo hizo. Nadie quería meterse en problemas.

Hasta que una madrugada, el llanto se detuvo.

El silencio despertó a Esteban.

Se levantó de la cama con el corazón acelerado. Caminó hasta la cuna… y sintió que la sangre se le congelaba.

Lía no lloraba. No se movía.

Solo respiraba con dificultad.

—¡Marina! —gritó.

La llevaron de urgencia al hospital.


Los médicos no entendían lo que veían.

Los exámenes no coincidían con ninguna enfermedad común. No era un virus. No era una infección normal. El cuerpo del bebé mostraba señales extrañas: niveles alterados, órganos trabajando al límite, como si estuviera siendo forzado lentamente… día tras día.

—¿Le están dando algún medicamento? —preguntó el doctor.

—Solo lo que usted nos recetó hace un mes para los cólicos —respondió Marina con calma.

El doctor revisó la ficha.

—Eso no explica esto…

Pidió más análisis.

Horas después, el resultado fue claro.

Había una sustancia tóxica en su organismo, en dosis pequeñas, constantes. Suficientes para debilitar el cuerpo poco a poco… sin matarlo de inmediato.

El médico salió del consultorio con el rostro pálido.

—¿Quién cuida a la bebé durante el día? —preguntó, serio.

—Yo —respondió Marina sin titubear—. Yo no trabajo.

El doctor no dijo nada más. Solo asintió… y salió.

Minutos después, dos policías entraron al hospital.

Esteban no entendía nada.

Veía a su esposa sentada, tranquila, como si nada estuviera pasando. Mientras tanto, los agentes hablaban con el médico en voz baja, revisaban papeles, observaban a la bebé a través del vidrio.

Finalmente, uno de ellos se acercó.

—Señora Marina, acompáñenos por favor.

—¿Qué sucede? —preguntó Esteban, levantándose.

—Es solo para responder unas preguntas.

Ella se levantó sin oponer resistencia.

Pero en el fondo de sus ojos, por primera vez, apareció otra cosa.

No tranquilidad.

Sino fastidio.


La verdad salió lentamente.

Marina estaba agotada. Harta. Se sentía atrapada con un bebé que nunca pidió. Con una vida que ya no le pertenecía. Con noches sin dormir, con llantos constantes, con un cansancio que se le metió en el alma.

Y alguien, en algún momento, le dijo algo que jamás debió escuchar:

—Si le das un poquito de esto, dormirá más…

No era para matarla.

Era “solo para que no llorara tanto”.

Pero el cuerpo de Lía no estaba preparado. Cada día la sustancia se acumulaba un poco más. Cada día su cuerpo se debilitaba. Cada día su llanto era más débil… hasta casi desaparecer.

Como si su propio organismo estuviera rindiéndose.


Cuando Esteban lo supo, sintió que el mundo se partía en dos.

No gritó.

No golpeó.

Solo cayó de rodillas frente a la incubadora donde ahora luchaba su hija.

—Perdóname… —susurró—. Yo no supe ver.


Lía sobrevivió.

Su recuperación fue lenta, delicada, llena de noches interminables y máquinas pitando en silencio. Su cuerpo, tan pequeño, había resistido más de lo que nadie imaginó.

Marina fue arrestada.

Nunca lloró.

Nunca pidió perdón.

Solo dijo una vez, con frialdad:

—Yo también me estaba muriendo.


Años después, en un parque lleno de niños, una niña corre con dificultad, pero con una sonrisa gigante.

Es Lía.

Tiene cicatrices invisibles en su cuerpo… pero también una fuerza que nadie logró destruir.

Esteban la observa desde una banca.

Cada vez que ella ríe, él recuerda aquel silencio en la cuna que casi se la arrebata para siempre.

Y entiende, por fin, que el peor peligro para un niño no siempre viene de fuera… a veces vive dentro del propio hogar.

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